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jueves, 26 de junio de 2008

Ejercicio sobre una piedra


Para un oso feroz de la ciudad
Piedra

Pedro sembró una piedra morada en la esquina trasera de su patio, la enterró porque pensaba que había muerto y sólo así podría generarse otra piedra parecida, él interpretaba las cosas de una forma excesivamente literal. Cuando su mamá le explicaba que las nubes recogían el agua del mar, él imaginaba millones de cubetas de plástico que bajaban a recoger el agua, hasta quedar de nuevo ocultas es esa sustancia esponjosa de la que se hacen las nubes. Cuando los mayores le advertían que se estaba pasando de la raya, de inmediato se ponía a buscar desesperadamente donde quedaba esa raya. Cuando su padre, después de haber huido al extranjero, le preguntó vía telefónica si lo echaba de menos, el respondió que no, porque si lo extrañaba mucho ¿cómo podría echarlo de menos?, tiempo después se arrepentiría de esa forma de estructurar sus ideas.
Sembró la piedra porque le tenía mucho cariño. A esa edad se encariñaba fácilmente con todo, una corcholata, un pollo de plástico, una piedra morada. La había encontrado bajo la cama de su mamá, donde solía esconderse y fingir que estaba muerto, porque para él morir era como ser sembrado, nada más que con personas y otros seres vivos. Así comprendía de “para que nacieran algunos tenían que morir otros”, como decía su padre mientras limpiaba la cuerno de chivo. Fingir estar muerto resultaba divertido, sobre todo cuando sus padres tenían sexo y los resortes le picaban la espalda; Pedro por intuición decidía no salir de ahí, hasta que terminara el alboroto.
Lo acompañaba a todas partes dentro del bolsillo. Disfrutaba tener la piedra en su mano, luego sacarla por la ventanilla polarizada del auto y sentir miedo al estar apunto de perderla; ella también gustaba de la adrenalina, siempre encontraba la forma de golpear a alguien, como el día en que por primea vez llegó a la casa; la piedra saltó desde la calle, entró por la ventana y golpeó la cabeza de su padre, después se escondería bajo la cama y eso sólo podía hacerlo una piedra viva.
Pedro también era una piedra, no una de las que se hunden pronto o de las que reverdecen con la lluvia, era una de esas piedras viajeras y saltarinas que tienen que ver con suelas de zapato y llantas de camioneta, de esas piedras que corren sobre el agua. Quizás por eso amaba tanto a esta piedra morada y sufría con su muerte.
La piedra murió un día en la escuela cuando después de habérsela tragado logró recuperarla en secreto, asearla y jugar con ella hasta que alguien le dijo que las piedras no hablaban, pero él estaba seguro de que esta piedra sí, la piedra no respondió nada, así que dedujo su muerte y la enterró.
Meses después supo que las piedras no morían así como así y que la luna era una gran piedra; corrió a desenterrarla pero no la encontró, por algún motivo nunca podía encontrar lo que enterraba y así dejó de hacerlo.
Ahora que Pedro, después de muchos años, regresa a casa de la piedra, es un tipo silencioso y con ojeras. Como las piedras la única forma que encuentra de hacer ruido es al chocar con algo, sólo que Pedro choca en forma de impacto de bala, de puñetazo asertivo, o simplemente en forma de frase breve y bien construida que revele más que nunca su lucidez.
Pedro camina por el pasillo, se detiene junto a la ventana y algo lo golpea en cabeza.

Diana Juárez

1 comentario:

CRISTINA dijo...

Sencillamente es buenísimo lo que has escrito. Buenísimo.
Y la foto me gusta mucho, también.

Saludos, Diana.